Municipalidad de Capiovi

Leyenda del Salto del Arroyo Capioví

Se suele oír de los antiguos pobladores de la localidad de Capioví, que actualmente cuenta con ochenta y cinco años de vida de pleno crecimiento, que hace muchos años cuando éstas tierras vírgenes solo albergaban en al espesura de la selva, a nuestros hermanos los abá, quienes por derecho del Altísimo ostentaban la propiedad de éstos lugares, viviendo libremente. Un joven de la tribu llamado Kapi’i, que en el dulce idioma guaraní significa “pasto alto” y lo bautizaron así los suyos porque si los perdían de vista, y lo querían localizar, primero debían encontrar un pajonal alto que seguro él estaría allí, al acecho del almuerzo o la cena; pasaba horas contemplando el paisaje y pescando, a la vez jugueteando con las panamby, que vuelan cerca del arroyo y el trinar de los pájaros. Kapi’i era un aborigen de mediana estatura, delgado y muy hábil, su contextura física fuerte, su pelo negro como sus ojos y una presencia imponente con su arco y su flecha, cruzándole su torso desnudo, de mirada dulce como la miel del yateí. A Kapi’i le gustaba andar solo, explorando, soñando que ése paraíso sería su herencia. Un día, en una caminata matutina algo llamó su atención y alertó a su gente. Personas de piel blanca y cabellera dorada transitaban también los senderos, abrían caminos con machetes y extraños vehículos tirados por caballos y bueyes acarreaban cosas. Kapi’i estaba más que asombrado y triste al ver que los foráneos talaban los árboles, para construir hogares. Absorto escuchaba el sonido melodioso de instrumentos que no conocía, encaramado observaba atentamente; de pronto sintió que la paz se quebrantaría y que nada sería igual que antes. En la aldea, su padre y cacique se alejó hacia el interior de la selva en retiro espiritual a fin que Tupá, lo aleccione para no errar en sus decisiones. Kapi’i, seguía sus observaciones, cuando de pronto, una visión casi lo encegueció, porque no podía dar crédito a lo que veía. Una joven de piel rosada, labios rojos, cabellos dorados y ojos verdes estaba lavando ropa en el arroyo; al joven le impactó el color de los ojos de la niña y dijo resá hov (ojos verdes), más adelante, solo la llamará Hovy, permanecía inmóvil sobre la rama del ambay, la que al rato, al no soportar el peso, cedió y Kapi’i cayó al agua, provocando un gran susto a la “gringa”, quien grito tanto que los pájaros volaron espantados y también Kapi’i, la joven recordaba al muchacho que tan graciosamente se había precipitado al agua. Ambos quedaron impresionados; por un instante estuvieron a treinta centímetros el uno del otro. Ella pudo apreciar la mirada franca, transparente, sin malas intenciones por parte del muchacho y el rostro casi perfecto de la joven que lucía dos ojos de esmeralda, pudo verlo claramente él.
Todas las tardes la “gringa”, iba al arroyo con el deseo de volver a verlo, pero Kapi’i se escondía de vergüenza, hasta que un día cuando por el trillo se volvía la joven al galpón con su familia, él se apareció enfrente como arte de añá. La joven se asustó mucho, pero esta vez no grito, Kapi’i juntó sus manos en señal de súplica y le habló; ella también lo hizo, pero ninguno de los dos supo jamás lo que dijo el otro, amén de eso en ambos nacía un código secreto de gestos y miradas que irían mas allá del idioma, mas allá del propio sonido, justo allí, en el alma. Hovy, contó a su madre lo que le estaba sucediendo en su corazón de adolescente, sentimiento que crecía y se hacía más fuerte cada día. Su madre la escuchó y comentó a su vez, restando importancia al relato de su hija, que un joven muchacho en compañía de sus padres había llegado y que ya estaban establecidos, lo describió como esbelto, rubio y fornido de origen alemán-brasileño, cuyo nombre Aloicio, le recordaba a sus tierras, en la lejanía quien había venido, a pedir la mano de la niña, y sus padres firmemente la confirmaron en santo matrimonio, por saberlo un buen partido, pero Hovy amaba a aquel, piel oscura, que con ternura había robado su alma y sin querer había provocado su llanto y su constante pena. Se prohibió a Hovy ir al arroyo, Kapi’i desesperado pidió consejo a su padre y cacique de la tribu, para que lo guiara en tan difícil situación, quien le planteó lo siguiente: – ¿Qué es lo que quieres?, el joven contestó: Amo a Hovy y entiendo que ella también a mí. El pobre anciano se sentó sobre una rama seca y le dijo: que Tupá los bendiga, pero bien debes saber que será difícil llevar adelante este amor, creo que será mejor que te alejes por el bien de los dos. El muchacho pensó, pero quería volverla a ver por última vez junto al arroyo que fue testigo del nacimiento de ese amor, y en sus orillas se dirían adiós para siempre, pero concretar esa decisión fue imposible, se abrazaron fuertemente, lloraron sin consuelo, se miraron a los ojos y de la mano corrieron a lo largo del mismo como queriendo escapar, hasta caer desmayados de cansancio. Desesperados los familiares y amigos buscaron a los enamorados, pero ambos desaparecieron, como si fuera que el meláfiro los hubiera envuelto en un arrebato de pasión, que los fundiera en una roca firme, capaz de soportar hasta el constante azote del agua, dando origen así a una gran cascada del arroyo, cuyo líquido claro y cristalino como su amor, regaría por siempre el Kapi’i Hovy, que silvestremente crece en las orillas, como el más Ópalo representante emblemático eterno, de unión, basado en el amor entre seres humanos de diferentes orígenes, que desafiaron sin tregua a las opiniones, imposiciones y a la discriminación de sus mayores.

DULCINEA DEL ARROYO GABILÁN, EMA ELIZABETH